Lleva 13 años cremando cuerpos, pero dice que nunca había
recibido hasta 14 cadáveres diarios, como ocurre hoy. Edwin Padilla sabe que,
desde mediados de marzo, los fallecidos no han parado de llegar a Necrópoli, un
edificio de la funeraria Memorial, en Quito. Allí, la mayoría de cremaciones es
de víctimas del covid-19.
El horno funciona a toda su capacidad. Padilla es uno de los operarios que debe
procesar los restos lo más rápido posible, para que no se acumulen. “Antes de
la pandemia teníamos unos 70 procedimientos al mes, hoy son entre 220 y 240”.
Los cuerpos llegan de hogares de ancianos, casas, morgues y hospitales de la
capital. En toda la ciudad hay seis hornos crematorios; funcionan de 12 a 16
horas al día.
Todos pueden procesar hasta 60 cuerpos diarios. Este dato lo presenta Sebastián
Barona, presidente de la Federación de Exequiales del Ecuador.
Padilla tiene 34 años y cuenta que las jornadas son
extenuantes. En los últimos días ha llegado a casa a la medianoche y antes de
entrar se desinfecta por completo con gel antiséptico.
No quiere que sus hijos se contagien. Tiene tres. El primero
cumplió 13, el segundo 8 y el último 3. Sale de madrugada a trabajar y recuerda
que un día el más pequeño se levantó y le dijo que debe regresar bien a casa.
El miércoles 8 de julio de 2020 entregó las cenizas de un
hombre que perdió la vida por coronavirus. “Lo siento mucho”, dice a tres
mujeres que se protegen con mascarillas y trajes de bioseguridad. El trámite lo
conoce al detalle: firmar el acta, extender la tarjeta de condolencias y
entregar la urna a los deudos.
Con las manos aún temblorosas y dejando escapar un suave
lamento, una de las mujeres guarda el cofre en una bolsa. Las tres salen de
prisa del salón, un sitio adornado con flores, sillas blancas y un Jesús
crucificado. Se dirigen hacia sus autos, se separan y lloran.
“En estas condiciones nadie puede acompañar a los
fallecidos”, dice Amadeo Shiguango.Él trabaja hace seis años como operario.
“Ante esta enfermedad del virus, nosotros también estamos en primera línea”.
Dice que son días pesados y en momentos de tristeza llama a sus hijas. Es una
forma de disipar la mente. “No es fácil esto, nosotros también sentimos pena
por lo que sucede”.
Aunque no tengan relación con el covid-19, todos los
cadáveres que arriban a los crematorios deben pasar por filtros de
desinfección. Antes de iniciar el proceso, los restos pueden permanecer de dos
a 10 horas hasta completar el papeleo.
El protocolo para el manejo de personas fallecidas con el
virus, que fue emitido por el Comité de Operaciones de Emergencia (COE), obliga
a las funerarias a cumplir ciertas normas legales y de asepsia.
Para la cremación se necesita el certificado de defunción,
que emite el Registro Civil, un informe médico, el permiso sanitario que dan
los hospitales del Ministerio de Salud y una carta de autorización firmada por
tres familiares directos.
Entre las normas sanitarias, el COE ordena que la
manipulación de los cuerpos se realice con las debidas protecciones.
En cada procedimiento, Padilla y Shiguango usan trajes de
protección, una cubierta para la cabeza, guantes, gafas, protectores para
zapatos, bata y mascarilla N-100. Usan alcohol, cloro, sablón, amonio
cuaternario y Virkon, un desinfectante que elimina patógenos.
Édgar Bermeo también utiliza ese blindaje. Tiene 44 años y trabaja 16 años en
la funeraria.
Shiguango aún recuerda la primera vez que tuvo que cremar a un fallecido por
covid-19. Fue a mediados de marzo y antes de encender los equipos, que arden a
temperaturas de 250 a 900°C, se puso de rodillas y rezó una plegaria. “Señor,
dame toda la fuerza para seguir”.
Cuenta que se sentía devastado. “Me repetía: voy a quemar a
quienes murieron con covid-19”. Hoy su mayor temor es contagiarse o que sus
hijas de 15 o 13 años enfermen.
En medio de todo el ajetreo, a Padilla le
impactó un caso. En abril entregó a una pareja de extranjeros las cenizas de su
bebé que había muerto por el virus. Estaban completamente solos y les ofreció
la capilla para que pudieran llorar en paz.
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